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Lo que aprendí durante mi visita a un centro de detención de inmigrantes

  • rjmlac
  • hace 49 minutos
  • 5 Min. de lectura

Por: Harrison Hanvey

Jesuit Conference of Canada and the U.S


Nota: Se han cambiado los nombres y los países de origen de las personas mencionadas.


“Busca el carro rojo en el estacionamiento detrás de la estación de metro.”


Allí fue donde conocí a las otras personas con las que viajé a un centro de detención de inmigrantes en un área rural de Virginia, a varias horas de mi casa. Un amigo mío que trabaja con abogados de inmigración me invitó a ir para hacer de intérprete entre los angloparlantes y los hispanohablantes y para ayudar a los abogados. Aproveché la oportunidad. Nunca había estado en un centro de detención y rara vez había estado en cárceles o prisiones.


Me interesaba especialmente porque las noticias de este último año han estado repletas de historias sobre inmigrantes detenidos y deportados. El Gobierno dice que todos son delincuentes y “lo peor de lo peor.” Los defensores dicen que en su mayoría son madres, padres, adolescentes y miembros queridos de la comunidad inocentes. En lo que todos están de acuerdo es en que el número de migrantes detenidos es el más alto de la historia y que el número de personas deportadas es altísimo.


Quería ver por mí mismo quiénes eran realmente los detenidos.


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Cattura di Cristo, Caravaggio, 1602 Galería Nacional de Irlanda, Dublín (Irlanda)


Al llegar, nos cachearon y revisaron minuciosamente todas nuestras pertenencias. Las paredes eran de bloques, pintados de color blanco, y la parte superior de los cercos perimetrales de malla metálica estaba cubierta de rollos de alambre concertina. Todos los detenidos vestían monos de colores vivos y se les hacía pasar lista seis veces al día. Si trabajan, les pagan dos dólares al día. Centro de detención es solo una forma elegante de decir prisión.


Hablé con muchos inmigrantes. Algunos llevaban varias semanas en el centro de detención, otros más de un año, pero parecía que la mayoría llevaba allí entre seis y diez meses. Todas sus historias eran diferentes, pero había muchos temas similares.


Joel es de Honduras. Llegó con su esposa y sus hijos hace un par de años, después de que una banda local empezara a extorsionar a su negocio y a amenazar a sus hijas. Esperaron en México hasta que el Gobierno de los Estados Unidos les concedió una cita en uno de los puertos de entrada del sur, les permitió entrar en el país y solicitaron asilo. Hace unos seis meses, lo detuvieron cuando iba al trabajo, lo esposaron y lo enviaron al centro de detención. Nunca había cometido un delito y había entrado en el país legalmente, cumpliendo todas las leyes de inmigración de Estados Unidos. Las autoridades le dijeron que, si se deportaba voluntariamente, podría ser enviado de vuelta a Honduras en un mes más o menos. De lo contrario, podría seguir tramitando su solicitud de asilo mientras permanecía detenido, lo que llevaría muchos meses, posiblemente años. Mientras tanto, su esposa busca formas de pagar el alquiler y comprar alimentos, y sus hijas se preguntan cuándo volverán a ver a su padre.


Mario es de Colombia. Llegó a Estados Unidos hace 21 años y, junto con sus hijas, ciudadanas estadounidenses, tiene varios negocios familiares en el sur de Virginia. Parecía necesitar a alguien con quien hablar y me contó gran parte de su historia. Sus dos hijas mayores están tratando de mantener los negocios a flote sin él, y la menor le dice constantemente que lo extraña y le pregunta cuándo volverá a casa.


Algunos de los inmigrantes son bastante jóvenes: de veintipocos años, o incluso adolescentes. Un joven de Guatemala, Juan Antonio, hablaba en voz baja y no me miraba a los ojos con mucha frecuencia. Era evidente que le pesaba la decisión que tenía que tomar. No tenía abogado ni dinero para pagar uno. Podía abandonar el proceso judicial y aceptar su deportación ahora o continuar con el proceso legal sin abogado. En la actualidad, solo alrededor del 19 % de los solicitantes obtienen el asilo, y las posibilidades en un tribunal son mucho peores sin abogado.


Me sorprendió ver allí también a algunos señores mayores. Había un grupo de ellos, todos sentados juntos, al fondo de la sala. Me acerqué a dos de ellos para platicar. Uno hablaba español y el otro, árabe. Romeo, el que hablaba español, dijo que llevaba ocho meses detenido. El otro señor, unos dos años.


“Romeo, ¿cuánto tiempo lleva en Estados Unidos?”, le pregunté.


“40 años.”


Hablo español muy bien, pero estaba seguro de que había entendido mal. Así que le volví a preguntar: “Disculpa, ¿cuánto tiempo dijo?”.


“40 años.”


Había vivido y trabajado en el norte de Virginia durante 40 años, desde que salió de Centroamérica durante las guerras civiles de la década de los 80. Su vida en Estados Unidos había sido tranquila, hasta que hace ocho meses abrió la puerta de su casa y fue detenido por el ICE. Alguien le dijo que, como llevaba tanto tiempo en Estados Unidos, podría acogerse a una ley de inmigración de Ronald Reagan de 1986 que ofrecía a algunos inmigrantes una vía para obtener la residencia legal. Reza para que sea cierto, porque ya no conoce a nadie en el país en el que nació.


Nuestros abogados dijeron que los inmigrantes en el centro de detención antes solían ser principalmente personas con antecedentes penales, pero ya no es así. Los propios datos del ICE muestran que, de los que han arrestado recientemente, solo el 5 % ha sido condenado por delitos violentos. El 40 % no ha sido acusado de ningún delito, y mucho menos condenado. Además, más de un millón, como Joel, entraron en el país legalmente y han cumplido todas las leyes, pero ahora se les ha despojado de su estatus legal y están sujetos a detención y deportación.


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La Huida a Egipto, Goya, 1772


Muchos cristianos sienten una tensión entre el deseo de ayudar a los necesitados y la creencia de que las leyes deben aplicarse estrictamente. Es una tensión legítima, y debemos tomarla en serio.


El papa Francisco solía referirse a la parábola del buen samaritano y, justo antes de fallecer, la propuso como una lente a través de la cual pensar en nuestra respuesta a los inmigrantes. Sin embargo, algo que no siempre apreciamos de esta parábola es cómo aborda también la tensión entre las exigencias de la ley y la llamada a ayudar a los necesitados.


El sacerdote y el levita, al ver al hombre golpeado al borde del camino y apartar la mirada, probablemente pensaban en sus propias obligaciones legales. En el judaísmo del Antiguo Testamento, tocar un cadáver los habría contaminado y, por lo tanto, les habría impedido cumplir con sus deberes sagrados en el templo. Así que, posiblemente con las mejores intenciones, el sacerdote y el levita continuaron su camino. Tenían que cumplir con sus deberes religiosos, y la ley era la ley.


Pero entonces llega el samaritano, un forastero y enemigo de los judíos, que no ve un dilema legal, sino a un ser humano querido. Lleva al hombre a una posada y paga su atención médica de su propio bolsillo. Jesús termina la parábola diciéndonos a todos: “Vayan y hagan lo mismo.”


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Giacomo Conti, Parábola del Buen Samaritano, Iglesia de la Medalla Milagrosa - Mesina


Es muy probable que Joel, Mario, Juan Antonio y Romeo sigan detenidos cuando leas esto, preguntándose qué pasará con ellos y sus familias. Tal vez algunos lucharán contra su deportación en los tribunales; otros se rendirán, abatidos por los meses o años de detención y separación.


Mientras tanto, Jesús seguirá llamándonos como siempre lo hace, invitándonos a amar a nuestros vecinos necesitados, a pesar de las barreras legales que nuestra sociedad ha construido.


Traducción: Harrison Hanvey

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