Crónica para los que esperan
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18 de diciembre 2025,
Día Internacional de las Personas Migrantes
Por: Alberto Agrazal
Fe y Alegría Panamá
Vivimos en un contexto marcado por la polarización política, las disputas de poder y un sistema que, como ha señalado el papa Francisco, tiende a reproducir una cultura del descarte, donde las personas más vulnerables corren el riesgo de ser invisibilizadas. En este escenario, la migración no puede ser reducida a cifras, expedientes o discursos abstractos: se trata de vidas concretas, de historias marcadas por la esperanza, el dolor y la búsqueda de un futuro digno.

¿Y hacia dónde vamos en este ciclo sin fin?
Hay días en que miro fijamente a los ojos de quienes esperan. A los que, cansados, se sientan bajo una palmera en Miramar, en Colón, contemplando el mar Caribe como esa puerta que los llevará a casa después de haberlo arriesgado todo. Veo a otros que, sentados en una cafetería, tomando té negro con chocolate amargo, cuentan la experiencia de su vida; y al fondo, una mujer refugiada habla de esas personas que Dios puso en su camino para encontrar un sentido en este país.
En una habitación contemplo un altar improvisado. Unas mujeres cantan en su lengua materna. Sí, porque como dice una persona a la que estimo mucho, las organizaciones que reciben el mandato de protegernos fallan, Dios no falla. Y esa verdad ha sido una mirada por la cual doy gracias de haber sido testigo.
Dios no falla, porque Dios también fue migrante y tuvo que huir por miedo a morir. En su camino encontró la hospitalidad de personas que ayudaron a soportar el dolor del exilio. Doy gracias por ello, porque he tenido el privilegio de verlo encarnado: en las mujeres de San Martín que pican la carne de cordero y han aprendido a sazonarla guiadas por la instrucción de un joven venido de Irán.
La experiencia del acompañamiento humanitario en Panamá ha estado marcada por numerosos gestos de hospitalidad y compromiso: comunidades que aprenden nuevas prácticas culturales a partir del encuentro intercultural.
Vi la esperanza en las maestras del colegio Monseñor Romero que, en medio de una llovizna, salieron a buscar a los niños migrantes varados en Las Garzas en aquel 2023, durante la lucha de Panamá por liberarse de la minería; en el grito de Chela, esa valiente agente pastoral del Darién que se enfrentó a los agentes de migración con un lema sencillo y radical: “Lo que quiero para mis hijos, lo quiero para ellos”.
Las manos cansadas de sor Eneida y de Lobito, que en David tienden la mano a quienes buscan un alivio temporal en ese hogar de paso. La paciencia de doña Mersha, que lidera un proceso educativo para niños migrantes que han llegado a Panamá, las asesorías legales de Thais para quienes llegan a la oficina buscando alguna respuesta. Y la resiliencia de mis compañeras de Nicaragua que, lejos de su tierra, buscan rehacer un hogar en Panamá.
Hoy también es un día para reconocer el trabajo sostenido de religiosas, voluntarios, educadoras, lideresas comunitarias y equipos técnicos que, desde distintas regiones del país, brindan respuestas concretas a las necesidades de las personas migrantes. Su labor cotidiana demuestra que la atención humanitaria no se limita a la asistencia inmediata, sino que busca fortalecer procesos de integración, protección y reconstrucción de proyectos de vida.
Sí, hay muchos caminos por andar, porque en los ojos del que espera, a veces estos gestos son lo más profundamente humano que puede existir. No es un expediente, no es un número: es una vida. Y aunque no todo es perfecto: los organismos internacionales fallan, los acompañantes se pierden, algunas personas migrantes no son agradecidas... así es el camino… no debe ser perfecto; para actuar, basta la certeza de que no se camina solo. Esa es la mejor forma de seguir.

Fe y Alegría Panamá
La esperanza es el camino.
Ese lema nos motiva a dar lo mejor de nosotros, a veces con incertidumbre, cansados, agobiados por sistemas burocráticos que, más que dignificar, terminan despersonalizando a la persona migrante. Esos sistemas no son el camino: son la ruta que hay que atravesar, haciendo vida lo cotidiano. Y si las respuestas no vienen de los poderosos, vendrán de los pequeños, de quienes en su día a día cultivan la esperanza.
A veces sonrío, porque he escuchado muchas veces a mi coordinador, Elías Cornejo, hablar del fenómeno del atrapamiento. Antes lo entendía en teoría; hoy, en la realidad, es más difícil sostener las historias de vida de tantas personas. Sí, hay días en que mi rabia se amotina. ¿Cómo soportar tanto dolor sin fragmentarse? Y aun así digo: gracias, Señor, porque todavía hay manos dispuestas a ayudar a los que esperan.
Este camino no está exento de desafíos. Las limitaciones institucionales, la complejidad de los sistemas burocráticos y las tensiones propias de los contextos de movilidad humana generan cansancio e incertidumbre. Sin embargo, la acción solidaria no requiere perfección, sino compromiso y coherencia ética. Acompañar implica reconocer la humanidad del otro, incluso en medio de las dificultades.
La espera es dolorosa, pero está llena de esperanza cuando hay manos que se tienden a ayudar, no por ideas políticas ni por discursos de derechos humanos, sino porque quien está al frente es mi semejante.
Y en él, también, hay expresión de Dios.

